No está mal de vez en cuando revisar las opiniones sociales; no solo las que uno mismo elabora desde su individualidad de ser imperfectamente racional; no solo las opiniones sedudas y doctas de los eruditos, que puedan aclararnos matices culturales y lingüísticos que no conocíamos. Sino las que circulan de forma generalizada, ésas que genera nuestro ser social, que asimilamos sin más, optando por una u otra y a veces sufriendo en nuestro corazón porque no podemos responder dialécticamente a ellas. Con toda esta perorata intento reflexionar, simplemente, sobre las opiniones que inspira la Navidad.
Parece que la Navidad, más o menos, la celebramos todos. Sin embargo, las opiniones generales al respecto se dividen, grosso modo, en dos tipos: quienes las odian o denostan y quienes las aman.
Los que están en contra parecen dividirse en dos tendencias: los que se ponen tristes porque sienten más la ausencia de seres queridos, y los que la critican porque sostienen que es una estrategia puramente comercial.
Entre los que la defienden, están los que, sin más y tímidamente, declaran como disculpándose que "a mí me gustan", generalmente con argumentos como "me gusta ver las luces de las calles", o cosas así. Y están también quienes se aferran a su declaración de creyentes, citan la Biblia y creen celebrar realmente el nacimiento de alguien, alguien sin embargo ajeno, al que llaman Dios.
Yo misma me entretengo como una tonta en hacer christmas virtuales, buscando luces, estrellas, imágenes que inspiren belleza, esperanza e ilusión (con más o menos fortuna, desde mi precariedad de aficionada). Consciente de que siento algo, y de que ese algo me gusta, he buscado desde antaño esa justificación racional a mi ilusión, buscando en los símbolos que la humanidad crea: el solsticio de invierno, símbolo de renacer; el Sol invicto, asociado a religiones primitivas, anteriores al Cristianismo... Pero todo eso no me da razón de esa extraña alegría bobalicona a la que llamamos "el espíritu de la Navidad". Creo que detrás de la Navidad hay una actitud emocional. Hay algo más que la celebración de que nace un Dios (o de que nace Dios); se refiere a lo que ese Dios simboliza. Y quizá no sea algo exterior a nosotros, sino simplemente (y no es poco) la certeza interior de que somos capaces de amar. Por alguna razón, el egoísmo y el interés están en sí mismos racionalmente justificados: entendemos la necesidad de preservar la propia subsistencia. Pero es difícil explicar la capacidad de sacrificarse por otros; de necesitar su felicidad para sentir la nuestra. Por eso, quizá, también nos sentimos tristes: porque aflora esa capacidad de amar que acentúa la ausencia de algunos de sus objetivos más valiosos, y no podemos estar seguros de su felicidad ni sentimos que podamos hacer ya nada por ella.
Nos gusta ver en nuestro entorno luz, esperanza, alegría, inocencia. Ese entorno es lo que no somos nosotros, pero refleja la realización de algo que llevamos en nuestro interior. Nos gusta ver que la gente es capaz de amar, porque nosotros mismos llevamos esa capacidad en nuestro interior. Es una capacidad que no se explica intentando extender el egoísmo del sujeto individual al sujeto grupal; nos gusta sentir que el mundo entero es feliz, no sólo nuestro grupo (sea el que sea: mi familia, mi país...). Es obvio que el sentimiento grupal también existe, pero su existencia no es suficiente para explicar la capacidad de amor universal. Y en esa capacidad, sin que podamos explicar cómo, radica el más intenso sentimiento de verdadera felicidad. Y pobre de aquél que no la sienta.
Y aunque dije que no buscaría, en principio, opiniones de eruditos, no puedo dejar de incluir una que no intenta ilustrar racional y culturalmente el significado unos ritos, sino que da razón de unos sentimientos más profundos. Me ha encantado esta versión de Umberto Eco de esta celebración no sólo por lo inteligente, sino por lo certera y lo profunda. Ahí la dejo.
Umberto Eco: ¿En qué creen los que no creen?
Intente, Carlo María
Martini [el cardenal jesuíta a quien se dirigía], por el bien de la
discusión y del parangón en el que cree, aceptar aunque no sea más que por un
instante la hipótesis de que Dios no existe, de que el hombre aparece sobre la
Tierra por un error de una torpe casualidad, no sólo entregado a su condición de
mortal, sino condenado a ser consciente de ello y a ser, por lo tanto,
imperfectísimo entre todos los animales. Este hombre, para hallar el coraje de
aguardar la muerte, se convertiría necesariamente en un animal religioso y
aspiraría a elaborar narraciones capaces de proporcionarle una explicación y un
modelo, una imagen ejemplar. Y entre las muchas que es capaz de imaginar,
algunas fulgurantes, algunas terribles, otras patéticamente consoladoras, al
llegar a la plenitud de los tiempos tiene un determinado momento la fuerza,
religiosa, moral y poética, de concebir el modelo de Cristo, del amor universal,
del perdón de los enemigos, de la vida ofrecida en holocausto para la salvación
de los demás. Si yo fuera un viajero proveniente de lejanas galaxias y me topara
con una especie que ha sido capaz de proponerse tal modelo, admiraría subyugado
tamaña energía teogónica y consideraría a esta especie miserable e infame, que
tantos errores ha cometido, redimida sólo por el hecho de haber sido capaz de
desear y creer que todo eso fuera la Verdad.
Abandone ahora si lo desea
la hipótesis y déjela a otros, pero admita que aunque Cristo no fuera más que el
sujeto de una gran leyenda, el hecho de que esta leyenda haya podido ser
imaginada y querida por estos bípedos sin plumas que sólo saben que nada saben,
sería tan milagroso (milagrosamente misterioso) como el hecho de que el hijo de
un Dios real fuera verdaderamente encarnado. Este misterio natural y terreno no
cesaría de turbar y hacer mejor el corazón de quien no cree.
De modo que propongo que, sea cuál sea tu credo, celebres y
tengas una ¡¡¡feliz Navidad!!!