La cuestión del tiempo y el determinismo no se limita a las
ciencias: está en el centro del pensamiento occidental desde el origen
de lo que denominamos racionalidad y que situamos en la época presocrática.
¿Cómo concebir la creatividad humana o cómo pensar la ética en un mundo
determinista? La interrogante traduce una tensión profunda en el seno de
nuestra tradición, la que a la vez pretende promover un saber objetivo
y afirmar el ideal humanista de responsabilidad y libertad. Democracia y ciencia moderna son
ambas herederas de la misma historia, pero esa historia llevaría a una
concepción determinista de la naturaleza cuando la democracia encarna el ideal
de sociedad libre. Considerarnos extraños a la naturaleza involucra un dualismo
ajeno a la aventura de las ciencias y a la pasión de inteligibilidad propia
del mundo occidental. Según Richard Tarnas, esa pasión es “reencontrar la
unidad con las raíces del propio ser”. Hoy creemos estar en un punto crucial de
esa aventura, en el punto de partida de una nueva racionalidad que ya no
identifica ciencia y certidumbre, probabilidad e ignorancia.
Ilya Prigogine: El fin de las certidumbres.
Ed. Taurus.
1. Señala las ideas fundamentales de este
texto y relación existente entre ellas.
El autor comienza situando la cuestión del
tiempo y el determinismo como el epicentro de una brecha profunda en el seno de
nuestra tradición, que estaría basada en dos pilares o logros fundamentales que
se enraízan ambos en los tiempos de los presocráticos: la democracia y la
ciencia moderna.
La tensión radica en el siguiente dilema: la
democracia se asienta sobre los ideales de la libertad -con la consiguiente responsabilidad-, mientras que la ciencia parte del supuesto
contrario, el determinismo, es decir: la creencia de que la naturaleza funciona
según una reglas y patrones rigurosos, negando por tanto toda libertad y
creatividad (podríamos decir, todo azar) en el funcionamiento de la naturaleza,
y siendo este presupuesto la condición de su objetividad y eficacia. Por un
lado, para afirmar la creatividad humana, su moral o concebir el Estado como
aquél donde cada ser humano pueda ejercer su libertad de pensamiento y acción (ideal
democrático), es preciso concebir al ser humano como libre. Por otro lado, para
que afirmar la validez y eficacia de la ciencia, es preciso concebir que la naturaleza
funciona siempre del mismo modo, es decir: según leyes, que es lo que la hace
predecible.
Esto división en nuestros pilares culturales implica
a su vez otra en la concepción del mundo: hasta ahora se ha asignado, pues, la libertad
al ser humano y el determinismo (su opuesto) a la naturaleza. Pero, se plantea
aquí el autor, ¿es lícita tal dicotomía, asignar al ser humano una cualidad que
se niega por completo en la naturaleza? Eso impone una contraposición entre el
ser humano (como sujeto que conoce y como sujeto que actúa) y el mundo en que
vive (como objeto conocido o a conocer). Pero este dualismo es ajeno a la “pasión
de inteligibilidad” (la necesidad que sentimos de creer que el mundo es
inteligible o comprensible para nosotros, dado que intentamos conocerlo) de
nuestra cultura occidental. Quiere esto decir que el “ser” no puede ser
concebido (nos resistimos a ello) desde este dualismo.
La superación del tal dicotomía es lo que la
ciencia contemporánea parece poder plantear, según sostiene el autor. Los
nuevos planteamientos científicos parecen abrir las puertas para concebir de
nuevo el ser bajo una unidad que abarque ambos aspectos o que supere uno de
ellos. A esto se refiere cuando afirma que la nueva comprensión de la ciencia
nos sitúa en el punto de partida de una nueva racionalidad: los descubrimientos
sobre el comportamiento de las partículas subatómicas, que traspasan los
límites del determinismo, o de la naturaleza de la información en genética, permiten
plantear una nueva concepción del ser (ontología) y del conocimiento de ese
ser, entendiendo al ser humano como parte del mismo.
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