martes, 27 de octubre de 2020

Comentario de Aristóteles: sobre la felicidad

 LA FELICIDAD A PARTIR DE LA VIDA CONTEMPLATIVA

Ahora bien, si la felicidad es una actividad con arreglo a la virtud es razonable que lo sea con arreglo a lo más excelente porque esa es la parte mejor del ser humano. Sea pues el intelecto o cualquier otro rasgo lo que por naturaleza parece mandar o dirigir lo mismo que poseer el conocimiento de lo más noble y divino, siendo esto lo más divino como tal o, al menos, lo más divino de nosotros, su actividad con respecto a su excelencia será entonces la felicidad perfecta. Esta es, por otra parte, una actividad estrictamente contemplativa, como ya hemos dicho.

 

Aristóteles: Ética a Nicómaco, II

La ética aristotélica trata del fin de la acción, que es la felicidad. Por ello se define como eudemonismo, y se califica como teleológica. Define la felicidad como realización de la propia naturaleza. En cuanto el ser humano actúa buscando la felicidad, lo que más le realice será aquello que mejor define su naturaleza.

Comienza definiendo la felicidad como una actividad con arreglo a la virtud. Con “virtud” traducimos areté, que significa excelencia o perfección de cualquier cualidad o actividad. La felicidad sería, por tanto, la suma de todas las virtudes, es decir alcanzar la perfección o plena realización en todas nuestras cualidades. Dado que la felicidad es realización de nuestra naturaleza, la virtud más noble será aquélla más específicamente humana.

De todas las actividades del alma, la específica del ser humano es el uso de la razón. Son tres los tipos de alma que describe Aristóteles según su actividad: la vegetativa, que compartimos con todos los seres vivos; la sensitiva, que compartimos con los animales, y la racional, que es propia del ser humano. Realizarnos como seres humanos implica, pues, desarrollar esa función propiamente nuestra. Por eso la califica en este texto como “lo más excelente”.

A ello se refiere con la “actividad estrictamente contemplativa”: al uso de la razón. Aristóteles distingue dos tipos de virtudes según nuestra naturaleza: las virtudes “intelectuales” (el conocimiento) y las sociales o éticas (las referentes a la acción). Ambas componen nuestra naturaleza, pero Aristóteles considera más noble aquella que más nos asemeja a lo divino: el conocimiento racional, la ciencia, trata de verdades eternas, absolutas. Dedicarse al conocimiento es en lo que consiste la vida contemplativa, por ello esta vida nos asemeja a los dioses, porque nos centra en la búsqueda y contemplación de lo eterno.

No obstante, no hay que deducir de aquí que Aristóteles apunte hacia alguna forma de inmortalidad del hombre. Semejarnos a los dioses en la actividad contemplativa puede implicar acercarnos a su naturaleza, pero el alma sigue siendo solo la forma del cuerpo, ambos una única sustancia, aplicando el hilemorfismo que define la composición de todos los seres. Serán los cristianos, en concreto Tomás de Aquino, quienes darán un giro a esta lectura de Aristóteles y forzarán la interpretación de la inmortalidad de esa parte del alma que nos define, el logos.

La ética de Aristóteles ha tenido y sigue teniendo una gran repercusión. Su eudemonismo constituye una de las aportaciones más relevantes al campo de la Ética siendo la felicidad, junto con el deber, uno de los pilares fundamentales en el planteamiento de esta disciplina.

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